domingo, 30 de junio de 2013

El Rey del Mundo interesante relato sobre vida intraterrena

Capitulo I de "El Reino Interior"
De la visita magnífica del llamado Rey del Mundo, que viene de otro planeta en este planeta
El raro fenómeno astrológico que observamos este 16 de agosto de 1986, cuando Venus, Marte y Mercurio se conjuntaron frente al Sol, no ocurría desde hace más de 20 mil años y ha reactivado diversos ánimos. Algunas noticias mencionan que en la fecha aludida hizo su aparición un hombre, un extraño personaje al que se da el título de Rey del Mundo; de él se dice que ha venido del corazón de la tierra para anunciar una nueva civilización de paz y abundancia, “de un modo discreto y sin demostrar”, aunque puede cambiar incluso el Karma de los seres.
De un misterioso imperio subterráneo, en el siglo XX, se comenzó a hablar a partir de 1920, cuando científicos y exploradores de otras regiones se trasladaron a un lugar de Asia Central, cerca del río Amu Darja, en la frontera de Afganistán, que marca montañas de lapislázuli: allí una gigantesca red de galerías subterráneas que parten en el cauce del Amu Darja y se pierde en las altísimas montañas, indican lo que parece ser una entrada al reino oculto.
Porque según se cree estas galerías se prolongarían a través del continente asiático, con ramificaciones a todos lugares, formando parte del remoto sitio cuyo mito se remonta a más de 60 mil años. Según se dice, dos vecinos que perseguían un oso a través de galerías secundarias, un verdadero laberinto, se encontraron repentinamente frente a una pared de vidrio, tras la cual dormía un gigante rubio rodeado de otros seres igualmente dormidos en estos sarcófagos de vidrio. Sobre la noticia, que parece remota, no deja de ser importante mencionar que desde entonces grupos de científicos, arqueólogos, geólogos y saqueadores viven en las cercanías.

El profesor inglés W. Agrest, que dedicó varios años de su vida al sitio, ha afirmado que este lugar marca una de las entradas al reino de Shambhala, donde vive el Maitreya llamado Rey del Mundo:
“Se sabe que este pueblo subterráneo ha vivido junto a nosotros desde antes, oculto en espera que alcancemos el grado de avance que ellos poseen. Estos sarcófagos con hombres no distintos a nosotros, aunque más altos, posiblemente sean humanos de una raza anterior a la nuestra; científicamente sabemos que el hombre se va achicando, y estos seres en nada se nos diferencian, a no ser el tamaño: unos 2.80 metros.

El lugar donde conducen estos laberintos es insospechado, pero todo indica que puede ser una entrada a Shambhala, y lo que se ha encontrado, una sala funeraria; hay quienes dicen que estos seres habrían llegado a la Tierra desde un planeta en extinción en naves aéreas que aterrizaron en una isla del desaparecido mar de Gobi, aunque esto, hasta ahora, es improbable. Lo que es verdadero, y basta ver en los libros, es que todas las religiones hablan de un Maitreya, que en el reino subterráneo se identifica como el Rey del Mundo”.
Por lo que se sabe, este Rey del Mundo se aparece sin mayor premeditación, en cualquier época y lugar, aunque, se dice, siempre de acuerdo a cierta posición del Sistema planetario en relación a la Tierra. Ahora de dice que el aparecido fue recibido en los monasterios de Narabanchi y Erdeni Dzo, en la meseta de Tibet, hoy territorio invadido por China, donde ya estuvo antes. Quienes lo han visto aseguran que “aunque tiene miles de años, parece muy joven. Pero no hay nada inmaduro en la luz de poder que brota de sus ojos.

Es ligeramente más grande que el hombre medio sin que exista en su cuerpo otra diferencia con nosotros, a excepción de la pigmentación de su piel: es dorado. Los que ahora afirman su presencia cuentan que posee una nueva ciencia que deberá desarrollarse durante los próximos 250 años, cuando con el nuevo milenio la humanidad estará dispuesta para recibir los beneficios que él trae. De acuerdo a la tradición se sabe que viene del corazón de la Tierra, donde está su reino subterráneo habitado por la antiquísima civilización oculta pero vigilante a cuanto ocurre en la superficie del planeta.
Es cierto que las primeras noticias de este personaje en el siglo XX las trajo el explorador Ferdynand Ossendowski, en la época de entreguerras, cuando obtuvo noticias precisas del Rey del Mundo durante un viaje por Mongolia.

Iba el hombre con su caravana cruzando ese país, cuando ocurrió algo, según narra:
“¡Deteneos! - murmuró mi guía mongol un día que atravesábamos el llano cerca de Tzagan Luk-. ¡Deteneos!
Y se dejó resbalar desde lo alto de su camello, que se tumbó sin que nadie se lo ordenase. El mongol se tapó con las manos la cara en actitud de orar y comenzó a repetir la frase:
-Om mani padme hung.
Los otros mongoles detuvieron también sus camellos y se pusieron a rezar. “¿Qué sucede?”, pensé yo, mirando en torno mío la hierba verde pálido que se extendía por el horizonte hasta un cielo sin nubes, iluminado por los últimos rayos soñadores del sol poniente. Los mogoles rezaron durante un momento, cuchicheando entre ellos y después de apretar las cinchas de los camellos reanudaron la marcha.
-¿No habéis visto - me preguntó el mongol - cómo nuestros camellos movían las orejas espantados, cómo los caballos guías en la llanura quedaban inmóviles y atentos, y cómo los carneros y el ganado se echaban en el suelo? ¿No observasteis que los pájaros dejaron de volar, las marmotas de correr y los perros de ladrar?
El aire vibraba dulcemente y tría de lejos la música de una canción que penetraba hasta el corazón de los hombres, de las bestias y de las aves. La tierra y el cielo contenían el aliento. El viento cesaba de soplar; el sol detenía su carrera. En un momento como aquél, el lobo que se aproximaba a hurtadillas a los carneros hace alto en su marcha solapada; el rebaño de antílopes, amedrentado, retiene su ímpetu peculiar; el cuchillo del pastor, dispuesto a degollar al carnero, se le cae de las manos; el armiño rapaz cesa de arrastrarse detrás de la confiada perdiz.

Todos los seres vivos transidos de miedo, involuntariamente sienten la necesidad de orar, aguardando su destino. Esto era lo que entonces ocurría, lo que sucede siempre que el Rey del Mundo, en su palacio subterráneo, reza inquiriendo el porvenir de los pueblos de la tierra.
Así habló el mongol, pastor simple e inculto. Mongolia, con sus altas montañas áridas y terribles, sus llanuras ilimitadas cubiertas de los huesos esparcidos de los antepasados, ha dado origen al misterio; su pueblo, aterrado por las pasiones tormentosas de la naturaleza o adormecido por la paz de la muerte, lo siente en su plena magnitud y los lamas, rojos y amarillos, lo perpetúan y poetizan. Los pontífices de Urga y Lhassa guardan su ciencia y su posesión. Ha sido durante mi viaje a Asia Central cuando he conocido por primera vez el misterio de los misterios, pues no puedo llamarlo de otra manera.
Al principio no le concedí mucha atención, pero comprendí después su importancia al analizar y comparar ciertos testimonios esporádicos y frecuentemente sujetos a controversia. Los ancianos de la ribera del Amyl me refirieron una antigua leyenda, según la cual una tribu mongola, intentando huir de las exigencias de Gengis Khan, se ocultó en una comarca subterránea. Más tarde un lama de los alrededores del lago Nogan Kul me mostró, así que se disipó una nube de humo, la puerta que sirve de entrada al reino de Agharti.

Antaño penetró por esa puerta en el reino un cazador, y a su vuelta empezó a contar lo que había visto. Los lamas le cortaron la lengua para impedirle hablar de los misterios. Ya viejo, volvió a la entrada de la caverna y desapareció en el reino subterráneo cuyo recuerdo tanto encantó y regocijó su corazón de nómada. Obtuve informes más detallados de los labios del hutuktu Jelyl Dyamsrap de Narabanchi Kure.

Este me narró la historia de la llegada del poderoso Rey del Mundo a su salida del reino subterráneo, su aparición, sus milagros y profecías, y entonces solamente empecé a comprender que en esta leyenda, esta hipnosis, esta visión colectiva, de cualquier modo que se le interprete, encierra más de un misterio, una fuerza real y soberana, capaz de influir en el curso de la vida política de Asia. A partir de ese momento, comencé mis investigaciones.

El lama Gelong, favorito del príncipe Chultan Beyli, y el príncipe mismo, me hicieron la descripción de ese reino:
- En el mundo -dijo el Gelong-, todo se halla constantemente en estado de transición y de cambio: los pueblos, las religiones, las leyes y las costumbres.
Cuántos grandes imperios y brillantes constituciones han perecido! Lo único que no cambia nunca es el mal, el instrumento de los espíritus perversos. Hace más de seis mil años, un hombre santo desapareció con toda un tribu en el interior de la tierra y nunca ha reaparecido en la superficie de ella. Muchos hombres sin embargo, han visitado después este reino misterioso: Sakya Muni, Nadur, Gheghen, Paspa, Baber y otros. Nadie sabe dónde se encuentra situado.

Dicen unos que hay una entrada en el Afganistán, otros que en la India. Todos los fieles de esta religión están protegidos contra el mal y el crimen no existe en el interior de sus fronteras. La ciencia se ha desarrollado en la tranquilidad y nadie vive amenazado de destrucción. El pueblo subterráneo ha llegado al colmo de la sabiduría. Ahora es un gran reino que cuenta con millones de súbditos regidos por el Rey del Mundo.

Este conoce todas las fuerzas de la naturaleza, lee en todas las almas humanas y en el gran libro del destino. Invisible, reina sobre ochocientos millones de hombres que están dispuestos a ejecutar sus órdenes.
El príncipe Chultun Beyli agregó:
- Este reino es Agharti y se extiende a través de todos los accesos subterráneos del mundo entero. He oído a un sabio lama decir al Bogdo Jan que todas las cavernas subterráneas de América están habitadas por el pueblo antiguo que desapareció de la tierra.
Aún se encuentran huellas suyas en la superficie. Estos pueblos y estos espacios subterráneos dependen de gran cosa sorprendente. Sabéis que en los dos océanos mayores del Este y del Oeste había remotamente dos continentes.

Las aguas se lo tragaron y sus habitantes pasaron al reino subterráneo. Las cavernas profundas están iluminadas con un resplandor particular que permite el crecimiento de cereales y otros vegetales y duran las gentes una larga vida sin enfermedades. Allí existen numerosos pueblos e incontables tribus. Un viejo Brahmán budista de Nepal, obedeciendo a la voluntad de los Dioses, hizo una visita al antiguo reino de Gengis, Siam, y en ella encontró un pescador, quien le ordenó que ocupase su barca y bogase con él hacia el mar.

Al tercer día arribaron a una isla donde vivía una raza de hombres con dos lenguas, que podían hablar separadamente idiomas distintos. Les enseñaron animales curiosos, tortugas de dieciséis patas y un solo ojo, enormes serpientes de sabrosa carne y pájaros con dientes que cogían los peces del mar para sus amos desconocidos. Estos isleños le dijeron que habían venido del reino subterráneo y les describieron ciertas regiones.
El lama Turgut, que me acompañó en mi viaje de Urga a Pekín, me proporcionó otros informes. La capital de Agharti está rodeada de villas en las que habitan los grandes sacerdotes y los sabios. Recuerda a Lhassa, donde el palacio del Dalai Lama, el Potala, se halla en la cima de un monte cubierto de templos y monasterios. El trono del rey del mundo se alza entre dos millones de Dioses encarnados. Estos son los santos panditas. El palacio mismo se halla circundando por la residencia de los Goros, quienes poseen las fuerzas visibles e invisibles de la tierra, del infierno y del cielo, y pueden disponer a su antojo de la vida y la muerte de los hombres.

Si nuestra loca humanidad emprendiese la guerra contra ellos, serían capaces de hacer saltar la corteza de nuestro planeta, transformando la superficie de éste en desiertos. Pueden secar los mares, cambiar los continentes en océanos y convertir las montañas en arenales. A su mando los árboles, las hierbas y las zarzas empiezan a retoñar; los hombres resucitan. En extraños carros, que nosotros no conocemos, recorren a toda velocidad los estrechos pasillos del interior de nuestro planeta.

Algunos brahmanes de la India y ciertos Dalai Lamas del Tiber han conseguido escalar los picos de las cordilleras, nunca holladas hasta entonces por pisadas en la nieve y señales de ruedas de carruajes. El bienaventurado Sayka Muni encontró en la cima de un monte unas tablas de piedras con letreros que sólo descifró a edad muy avanzada, y penetró luego en el reino de Agharti del que trajo las migajas del saber sagrado que pudo retener en la memoria. Allí en palacios maravillosos de cristal, moran los jefes invisibles de los fieles: el Rey del Mundo, Brahytma, que puede hablar con Dios como yo os hablo, y sus dos auxiliares: Nahytma, que conoce los acontecimientos futuros, y Mahynga, que dirige las causas de estos acontecimientos.

Los santos panditas estudian el mundo y sus fuerzas. A veces, los más sabios de ellos se reúnen y envían delegados a los sitios donde jamás llegó la mirada de los hombres. Esto lo describe el Sashi Lama, que vivió hace ochocientos cincuenta años. Los pandistas más altos, con una mano en los ojos y la otra en la base de cráneo de los sacerdotes más jóvenes, les adormecen profundamente, lavan sus cuerpos con infusiones de plantas, les inmunizan contra el dolor, les hacen tan duros como la piedra, les envuelven en bandas mágicas y se ponen a rezar al Dios poderoso.

Los jóvenes petrificados, acostados, con los ojos abiertos y los oídos atentos, ven, oyen y se acuerdan de todo. Enseguida un Goro se acerca y clava en ellos una mirada penetrante. Lentamente los cuerpos se levantan de la tierra y desaparecen. El Goro sigue sentado, con los ojos fijos en el sitio al que los envió. Unos hilos invisibles les sujetan a su voluntad y algunos de ellos viajan por las estrellas, asisten a los acontecimientos y observan los pueblos desconocidos, sus costumbres y condiciones.

Escuchan las conversaciones, leen los libros y saben de las dichas y las miserias, de la santidad y los pecados, de la piedad y el vicio… Los hay que se mezclan a la llama, ven la criatura de fuego, ardiente y feroz, combaten sin tregua, derriten y machacan los metales en las entrañas de los planetas, hacen hervir el agua de los geysers y fuentes termales, funden las rocas y derraman sus materias en fusión sobre la superficie de la tierra y en los orificios de las montañas.

Otros se lanzan en busca de los seres del aire, infinitamente pequeños, evanescentes y transparentes, empapándose en sus misterios y descubriendo el objeto de su existencia. Algunos se deslizan hasta los abismos del mar y estudian el reino de las útiles criaturas del agua que transportan y esparcen el calor saludable por toda la tierra, rugiendo los vientos, las olas y las tempestades. En el monasterio de Erdeni Dru vivió antaño Pandita Hutuktu, que estuvo en Agharti. Al morir habló del tiempo en que moró por voluntad del Goro en una estrella roja del Este, y de cuando voló en el océano cubierto de hielos y vagó entre las llamas ondulantes que arden en las profundidades de la tierra.
Estas son las historias que oí contar en las yurtas de los príncipes y en los monasterios lamaístas. El tono con que las referían me impedía formular la menor objeción. Durante mi estancia en Urga intenté hallar una explicación. Naturalmente el Buda vivo era quien mejor podía documentarme, y procuré, por tanto, hacerle hablar de ello. En una conversación con él cité el nombre del Rey del Mundo. El anciano pontífice volvió bruscamente la cabeza hacía mi lado y fijó en mi sus ojos inmóviles y sin vida. A mi pesar, me quedé callado.

El silencio se prolongó y el pontífice reanudó el diálogo de manera que comprendí no deseaba abordar el tema. En las caras de las demás personas observé la expresión del asombro y espanto que mis palabras habían producido, especialmente en el bibliotecario del Bogdo Jan. Se comprenderá fácilmente que todo aquello contribuyó a aumentar mi curiosidad y afán de profundizar en el asunto. Cuando salí del despacho del Bogdo Hutuktu, encontré al bibliotecario que se había ido antes que yo, y le pregunté si consistiría en que visitase la biblioteca del Buda vivo.

Empleé con él una treta inocente:
-Sabed, mi querido lama -le dije-, que yo estuve un día en medio del campo, a la hora en que el Rey del Mundo conversaba con Dios, y experimenté la conmovedora impresión del momento.
Sorprendiéndose mucho, el viejo lama me repuso con tono sereno:
- No es justo que el budismo y nuestra religión amarilla lo oculten. El reconocimiento de la existencia del más santo y poderoso de los hombres del reino bendito, del gran templo de la ciencia sagrada, es tan consolador para nuestros corazones de pecadores y nuestras vidas corrompidas, que ocultarlo a la humanidad sería un pecado. Pues bien, oíd -añadió el letrado-: el año entero el Rey del Mundo dirige el trabajo de los panditas y goros de Agharti. A veces acude a la caverna del templo, donde reposa el cuerpo embalsamado de su antecesor, en un féretro de piedra negra. Esta caverna está siempre oscura, pero cuando el Rey del Mundo entra en ella, en los muros surgen rallos de fuego, y de la cubierta del féretro suben lenguas de llamas. El goro mayor se mantiene junto a él, tapadas la cabeza y la cara, con las manos cruzadas sobre el pecho. El goro no se quita nunca el velo del rostro, porque su cabeza es una calavera de ojos chispeantes y lengua expedita. Comulga con las almas de los difuntos.

El Rey del Mundo habla largo rato, luego se aproxima al féretro, extendiendo la mano. Las llamas brillan más intensamente, las rayas de fuego de las paredes se extinguen y reaparecen entrelazándose, formando signos misteriosos de alfabeto Vatannan. Del sarcófago empiezan a salir banderolas transparentes de luz apenas visible. Son los pensamientos de su antecesor. Pronto el Rey del Mundo se ve rodeado de una aureola de aquella luz, y las letras de fuego escriben, escriben sin cesar en las paredes los deseos y las órdenes de Dios. En aquel instante, el Rey del Mundo está en relación con las ideas de todos los que dirigen los destinos de la humanidad: reyes, zares, jefes guerreros, grandes sacerdotes, sabios, hombres poderosos. Conoce sus interiores y sus planes.

Si agradan a Dios, el Rey del Mundo los favorecerá con su ayuda sobrenatural, si desagrada a Dios, el Rey provocará su fracaso. Esta facultad la posee Agharti por la creencia misteriosa de Om, vocablo con el que principian todas nuestras plegarias. Om es el nombre de un antiguo santo, el primero de los goros que vivió hace trescientos mil años. Fue el primer hombre que conoció a Dios, el primero que enseñó a la humanidad a creer, esperar y a luchar con el mal. Entonces Dios le otorgó poder absoluto sobre las fuerzas que gobiernan el mundo visible. Después de su coloquio con su antecesor, el Rey del Mundo reúne el Supremo Consejo de Dios, juzga las naciones y los pensamientos de los grandes hombres y les ayuda o les anonada. Mahytma y Mahynga hallan el puesto de esas acciones e intensiones entre las causas que manejan el mundo.

Enseguida el Rey del Mundo entra en el templo, y a solas reza y medita. El fuego brota del altar, y poco a poco se propaga a todos los altares próximos, y a través de la llama ardiente se vislumbra cada vez más claro el rostro de Dios. El Rey del Mundo participa respetuosamente a Dios las decisiones del consejo, y recibe en cambio las instrucciones inescrutables del Omnipotente. Cuando abandona el templo, el Rey del Mundo exhala un resplandor divino.
-¿Ha visto alguien al Rey del Mundo? -pregunté.
-Sí -contestó el lama-. Durante las fiestas solemnes del primitivo budismo, en Siam y las Indias el Rey del Mundo se apareció cinco veces. Ocupaba una carroza magnífica tirada por elefantes engalanados con finísimas telas cuajadas de oro y pedrería. El Rey vestía un manto blanco y llevaba en la cabeza la tiara roja, de la que pendían hilos de brillantes que le tapaban la cara. Bendecía al pueblo con una bola de oro rematada con un áureo cordero. Los ciegos recobraron la vista, los sordos oyeron, los impedidos echaron a andar y los muertos se incorporaban en sus tumbas por doquiera fijaba la mirada el Rey del Mundo.
También se apareció hace ciento cincuenta años, en Erdeni Dzu, y visitó igualmente el antiguo monasterio de Sakkai y Narabanchi Kure. Uno de nuestros Budas vivos y uno de los Tashi Lamas recibieron de él un mensaje escrito de caracteres desconocidos y en láminas de oro. Nadie podía leer aquel documento. El Tashi Lama entró en el templo, puso la lámina de oro sobre su cabeza y empezó a rezar. Gracias a su plegaria los pensamientos del Rey del Mundo penetraron en su cerebro, y sin haber leído los enigmáticos signos comprendió y cumplió la regia disposición.
-¿Cuántas personas han ido a Agharti? -pregunté.
-Muchas contestó el lama-, pero todas guardan el secreto de lo que vieron. Cuando los Oletas destruyeron Lhassa, uno de sus destacamentos, recorriendo las montañas del Sudoeste, llegó a los límites de Agharti. Aprendieron algunas ciencias misteriosas y las trajeron a la superficie de la tierra. He aquí por qué los Oletas y los Kalmucos son tan hábiles magos y adivinos. Ciertas tribus negras del Este se internaron también en Agharti y allí estuvieron varios siglos. Más tarde fueron expulsados del reino y regresaron a la faz del planeta poseedores del misterio de los augurios según los naipes, las hierbas y las líneas de las manos. De esas tribus proceden los gitanos. Allá, en el Norte de Asia, existe una tribu en vías de desaparecer que residió en el maravilloso Agharti. Los miembros de ella saben llamar a las almas de los muertos cuando flotan en el aire.
El lama permaneció silencioso un buen rato. Luego, como respondiendo a mis pensamientos, continuó:
-En Agharti, los sabios panditas escriben en tablas de piedra toda la ciencia de nuestro planeta y de los demás mundos. Los doctos budistas chinos no lo ignoran. Su creencia es la más alta y pura. Cada siglo, cien sabios de China se reúnen en un lugar secreto, a orillas del mar, y de las profundidades de éste salen cien tortugas inmortales. En sus conchas, los chinos escriben sus conclusiones de la ciencia divina del siglo.
-Esto me recuerda la historia que me contó un viejo bonzo chino del templo del Cielo de Pekín. Me dijo que las tortugas viven más de tres mil años sin aire ni alimento y que ésta es la razón por la cual todas las columnas del templo azul del Cielo tienen por base tortugas vivas, a fin de evitar que se pudra la madera.
-Varias veces los pontífices de Urga y Lhassa han enviado embajadas a la Corte del Rey del Mundo -agregó el lama bibliotecario-; pero les fue imposible dar con ella. Sólo un cierto caudillo tibetano, después de una batalla con los Oletos, encontró la caverna con la célebre inscripción: “Esta puerta conduce a Agharti”. De la caverna salió un hombre de buena presencia que le mostró una plancha de oro con letras desconocidas y le dijo:
“El Rey del Mundo aparecerá delante de todos los hombres cuando llegue la hora de que se ponga al frente de los buenos para luchar con los malos; pero esa hora no ha sonado todavía. Los más malos de la humanidad aún están por nacer”.
El chiang chun, barón Ungern, nombró embajador suyo en el reino subterráneo al joven príncipe Punzig, pero éste regresó con una carta del Dalai Lama de Lhassa. El barón le envió de nuevo y la segunda vez no volvió. Nadie que desee llegar a Agharti podrá conocerla. Es cierto que sólo anulando el deseo de estar allí es posible ir, aunque verdaderamente entrar al reino subterráneo es algo que tiene que ver con la conjunción de las estrellas y la actitud del corazón.”
Apenas había terminado de decir esto el bibliotecario de Bogdo Jan, y antes de que Ossendowski pudiera hacer una pregunta, el lama se movió en silencio y desapareció. El explorador, más adelante en su relato, continúa así:
“El príncipe Chultun Beyle y yo estábamos dispuestos a abandonar Narabanchi Kure. Mientras que el Hutuktu oficiaba en honor del Sai, en el templo de la Bendición, yo me paseé por los alrededores, recorriendo las angostas sendas que bordean las casas de los lamas de los distintos grados: Gelongs, Getuls, Chaidje, y Rabdjambe; las escuelas donde enseñan los sabios doctores en medicina (Ta Lama); las hospederías de los estudiantes (Bandi); los almacenes, los archivos y las bibliotecas.

Cuando volví a la yurta del Hutuktu, éste me aguardaba. Me ofreció un gran hatyk y me propuso dar un paseo por el monasterio. Su semblante tenía una expresión preocupada que me hizo comprender que deseaba decirme algo importante. Al salir de la yurta, el presidente de la Cámara de comercio rusa, recién puesto en libertad, y un oficial ruso, se unieron a nosotros. El Hutuktu nos condujo a un pequeño edificio situado precisamente detrás de un muro de un amarillo deslumbrador.
- En este edificio se han albergado alguna vez el Dalai Lama y Bogdo Jan; nosotros acostumbramos a pintar de amarillo las casas donde han habitado estas santas personas. ¡Entrad!
El interior estaba espléndidamente decorado. En la planta baja se hallaba el comedor, amueblado con mesas de madera maciza, ricamente talladas, y aparadores cargados de porcelana y bronces. Dos piezas constituían el piso de arriba: primero, una alcoba aderezada con pesadas cortinas de seda amarilla; una gran linterna china, lujosamente engastada de piedras multicolores, colgaba, por medio de una fina cadena de bronce, de una viga esculpida del techo. Había allí un amplio techo cuadrado cubierto con almohadones de seda, edredones y colchas.

La cama era de ébano de China y tenía como remate de las columnas que sostenían el cielo del techo unas estatuas bellamente ejecutadas representando como motivo principal al dragón de la tradición devorando al Sol. Junto a la cama se alzaba una cómoda completamente cuajada de figuras y grupos simulando escenas religiosas.

Cuatro butacas que incitaban al reposo completaban el mobiliario, con el trono oriental bajo, puesto sobre un estrado en el fondo de la estancia.
-Veis ese trono? -me dijo el Hutuktu-. Una noche de invierno llegaron al monasterio varios jinetes y pidieron que todos los gelons y gatuls, con el Hutuktu y el Kanpo a su frente, se congregaran en esta estancia. Entonces uno de los extranjeros se subió al trono y se quitó su bachlyk, es decir, su peluca. Todos los lamas cayeron de rodillas porque habían reconocido al hombre de quien se viene tratando desde los siglos más remotos en las bulas sagradas del Dalai Lama, del Thasi Lama y del Bogdo Jan.

Es el hombre al que pertenece el mundo entero y que ha penetrado en todos los misterios de la naturaleza. Rezó una corta oración en tibetano, bendijo a todos los auditores e hizo profecías para la mitad del siglo siguiente. De esto hace treinta años, y en el intervalo, todas las profecías. se han cumplido. Durante sus plegarias ante el pequeño altar, en la sala próxima, la puerta que veis se abrió sola, los cirios y antorchas que había en el altar se encendieron espontáneamente, y los incensarios sagrados, sin lumbre, despidieron al aire vaporosas olas de incienso, que llenaron la habitación.

Luego, sin previo aviso, el Rey del Mundo y sus compañeros desaparecieron. Tras él no quedó el menor rastro, pues los mismos pliegues del ropaje de seda que cubría el trono se estiraron, dejándole como si nadie se hubiese sentado allí.
El Hutuktu penetró en el santuario, se arrodilló tapándose los ojos con las manos, y empezó a rezar. Miré el rostro tranquilo e indiferente del Buda dorado, sobre el cual las lámparas vacilantes proyectaban sombras movedizas, y luego dirigí la vista al lado del trono. ¡Oh, cosa maravillosa y difícil de creer! Ví realmente ante mí a un hombre fuerte, musculoso, de tez bronceada y expresión severa, acentuada en la boca y en las mandíbulas. El brillo de sus ojos presentaba a su fisonomía extraordinario realce. A través de su cuerpo transparente, envuelto en una capa blanca, leía las inscripciones, en tibetano, del respaldo del trono.

Cerré los ojos y a poco los abrí de nuevo. Ya no había nadie, pero el almohadón de seda del trono me pareció que se movía.
"Es nerviosismo", me dije, "una tendencia a la impresionabilidad anormal, producida por una tensión de espíritu desacostumbrada".
El Hutuktu se volvió a mí y dijo:
- Dadme vuestro hatyk. Noto que estáis inquieto por la suerte de los vuestros y quiero rezar por ellos. Orad también, implorad a Dios y dirigid las miradas del alma al Rey del Mundo, que pasó por aquí y santificó este lugar.
El Hutuktu colocó el hatyk en el hombro de Buda y, prosternándose sobre la alfombra delante del altar, murmuró una oración, y dijo:
-Pronto veréis a los que amáis. Fijad vuestra mirada.
Obedecí inmediatamente su orden, dada con voz grave, y fijé la vista en el nicho sombrío que me había indicado. Pronto en las tinieblas comenzaron a aparecer unas nubecillas de humo y de hitos transparentes. Flotaban en el aire haciéndose cada vez más densas y numerosas, hasta el momento en que, poco a poco, formaron cuerpos humanos y contornos de objetos.

Vi una habitación que me era desconocida, en la que se hallaba mi familia rodeada de antiguos amigos y de otras personas. Conocí incluso el traje que llevaba mi mujer. Todas las facciones de su querido rostro se mostraron perfectamente visibles y claras. Luego la visión se atenuó, se desvaneció entre nubes de humo y de hilos transparentes y desapareció por completo. Detrás del Buda dorado no había más que tinieblas.

El Hutuktu se incorporó, quitó mi hatyk del hombro de Buda y me lo entregó, diciendo estas palabras:
-La fortuna os acompaña. La bondad de Dios jamás os abandonará.
Salimos de la morada del Rey del Mundo, donde este soberano desconocido rezó por la humanidad entera y predijo el destino de los pueblos y de los Estados. Grande fue mi sorpresa cuando supe que mis compañeros habían sido también ellos testigos de mi visión y cuando me describieron con los más minuciosos detalles el aspecto y los trajes de las personas que yo había visto en el nicho oscuro detrás de la cabeza del Buda. A fin de conservar el testimonio de las demás personas que vieron como yo esa aparición extraordinariamente emocionante, les rogué detectaran las señas de lo que habían visto. Tengo estos documentos en mi poder.

Pero este gran misterio de los misterios continúa siendo impenetrable.
 

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